ContraHegemonía en Ciencia Política

11/11/09

2º enc. Martí - Para pensar el cautiverio: género y capitalismo

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Para pensar el cautiverio: género y capitalismo
(Artículo publicado en Dialéktica, Revista de Filosofía y Teoría Social, Año XVII, Nro. 20, pp. 155-169, Buenos Aires, primavera de 2008)

VANESA LORENA PRIETO
VERÓNICA LÍA ZALLOCCHI

«Descubrir nuestros cautiverios es el primer paso para abandonarlos.»
Graciela Hierro

La cuestión de la opresión de la mujer –en términos tanto teóricos como de praxis transformadora– es la preocupación fundante del feminismo. Difícilmente pueda hoy cuestionarse seriamente la idea de que la relación entre los sexos se encuentra signada por la asimetría. Partiendo de esta base, sin embargo, el problema de la relación desigual entre los sexos ha sido abordado, a lo largo de la historia, desde diferentes ángulos. Estas maneras diversas de encarar el tema respondieron o bien a encuadres disciplinares distintos o bien a diferentes posicionamientos teórico-políticos.

En este marco general, nos proponemos dar cuenta de algunos aspectos del diálogo fluido que se entabló entre la antropología, el feminismo y el marxismo, intentando problematizar los debates –ya clásicos– relativos al carácter universal o particular del fenómeno de la desigualdad, y atendiendo especialmente a los vínculos existentes entre las relaciones de poder entre los sexos y el sistema capitalista, a partir de la construcción de conceptos tales como género y patriarcado.
La inquietud central que subyace a este artículo se funda en el carácter conservador que por momentos acompaña los usos de algunas de estas categorías, surgidas al calor de las luchas emancipatorias. Entendemos que los conceptos de patriarcado y género, si bien cumplieron un rol que en principio habilitó lecturas cuestionadoras, terminaron muchas veces recreando una imagen binaria y, por ende, cristalizadora de procesos sociales que están atravesados por lógicas dinámicas de poder y de resistencia. Entendemos que sólo a través de un trabajo que se proponga conscientemente desnaturalizar estas construcciones teórico-políticas, situándolas en el seno de las discusiones metodológicas que las definen, será posible analizar las conexiones entre patriarcado y capitalismo desde un lugar que evite toda fetichización, inevitabilidad e insuperabilidad. Sostenemos, asimismo, que esta deconstrucción de conceptos es condición sine qua non para repensar la cuestión del sujeto feminista y, por ende, el carácter de las luchas por la liberación femenina.

La cuestión de la universalidad o particularidad de la subordinación femenina:

Siguiendo a Susana Narotzky , podemos postular la existencia de una progresión conceptual científica que expresa un corrimiento que, partiendo del concepto de mujer –entendido en términos «omnicomprensivos», y afirmando la existencia de la mujer como sujeto de estudio de las ciencias humanas–, da lugar a la categoría de mujeres –en tanto que sujetos históricos, atravesadas por prácticas y representaciones– para, finalmente, desembocar en la noción de género –considerada como construcción sociocultural basada en categorizaciones que, desde lo normativo, definen de manera distintiva lo femenino de lo masculino en el marco de relaciones asimétricas que se encarnan en discursos y prácticas institucionalizados.
En los trabajos de los precursores de la Antropología, las referencias a la «cuestión de la mujer» aparecen ligadas casi sin excepción a los estudios sobre el parentesco. Margaret Mead constituye esta excepción a la regla, dado que se aboca a la consideración de la mujer de manera central. Tras extensísimos trabajos de campo, Mead arriba a la conclusión de que los rasgos temperamentales propios de hombres y de mujeres distan de ser universalizables, zanjando así la cuestión de la pertinencia de las diferencias biológicas en el estudio del sexo/género –entendidos aún como sinónimos–, y vinculándolos directamente a lo cultural. En los años sesenta del siglo XX, podemos situar la aparición de una preocupación ya estrictamente relacionada con la temática, de la mano del nacimiento de la Antropología de la Mujer, a partir de la cual emergen nociones que serán ineludibles en los desarrollos teóricos posteriores, tales como la dicotomía público/privado o la cuestión del poder de la mujer en la sociedad. Aparece, entonces, la mujer concebida simultáneamente como sujeto social y como objeto de estudio.
En el marco general de la Antropología de la Mujer, las indagaciones se orientan fundamentalmente a explicar el origen y las causas de la desigualdad de género. En la búsqueda por dar cuenta de dicho enigma, dos enfoques se encuentran: uno de ellos señala la universalidad del fenómeno de la desigualdad; el otro se esfuerza por mostrar la posibilidad de la existencia de sociedades igualitarias. Podemos esquematizar que mientras que algunas autoras hicieron uso del concepto de género en su calidad de construcción simbólica, enfatizando las asociaciones denigrantes que ligan transculturalmente y en toda sociedad a la mujer con lo doméstico, lo natural y lo biológico/reproductivo, y al hombre con lo público, lo social/cultural y lo productivo, otras teóricas optaron por concebir el género en términos de relación social –es decir, como categoría empírica–, algunas incluso rescatando las nociones propuestas por Engels acerca del vínculo entre la opresión femenina y la propiedad privada.
Entre las adherentes al primer enfoque, Michelle Rosaldo afirma que la dicotomía doméstico/público goza de una presencia universal, y que la mujer, en toda sociedad, aparece asociada a lo doméstico, entendido como ámbito subordinado y subvalorado socialmente. El argumento esgrimido para explicar tal asociación viene dado por el lazo biológico implicado por la maternidad. Plantada en el mismo paradigma universalista, Sherry Ortner encuentra la causa de la opresión en la asociación que vincula a la mujer con lo natural –identificación relacionada con las funciones reproductivas de la mujer, aunque no anclada totalmente en lo biológico–, en el marco de la dicotomía naturaleza/cultura, entendiendo «lo cultural» como lo valorado por todas las sociedades y «lo natural» como lo infravalorado por excelencia. Ubica, de este modo, la asimetría sexual al mismo nivel que las ideologías y los símbolos culturales.
Los modelos diádicos naturaleza/cultura y hombre/mujer presentan puntos bastantes débiles a la hora de llevar adelante una investigación etnográfica . Entre los Kaulong de Nueva Bretaña, por ejemplo, no se registra una escisión tan clara y precisa entre lo natural y lo cultural: las mujeres kaulong poseen un importante nivel de independencia, como producto de su propio trabajo y del control de los recursos, y ambos –varones y mujeres– ocupan un lugar importante en las tareas relacionadas con la reproducción . Algo parecido ocurre entre la comunidad Gimi de las tierras altas de Papúa Nueva Guinea, quienes poseen una concepción que se aleja de una mirada que oponga naturaleza y cultura; si para el pensamiento occidental la naturaleza es una dimensión sujeta al dominio de la cultura –léase, del hombre–, para los gimi, lo salvaje no está librado al control humano ni situado en un lugar inferior con respecto al hombre. La utilización de estos modelos carece de justificación empírica y anula a priori la consideración de cualquier otro tipo de percepción y/o experimentación que puedan tener otros grupos sociales sobre su realidad. La dicotomía naturaleza/cultura –cara a la Antropología– no es más que una construcción de cuño occidental, y lo mismo ocurre con la dualidad domestico/publico, y con todas aquellas que se derivan de ésta: inferior/superior, irracional/racional, mujer/varón, etc . Esta idea que afirma la superioridad de la cultura sobre la naturaleza forma parte de la visión de una sociedad que ve a la civilización como la culminación de un proceso triunfal del hombre sobre lo natural. Semejantes posturas universalistas pecan de una mirada estructuralista que erige a la mujer como categoría analítica universal y homogénea, basándose en dicotomías que trascienden las particularidades históricas para situarse en un nivel simbólico suprasocial. De hecho, esta característica fue la que habilitó la formulación de fuertes críticas por parte de otras pensadoras feministas, tal como veremos a continuación.
A contramano de esa tendencia, las autoras que se enmarcan en un enfoque que resalta la existencia de sociedades igualitarias –concibiendo el género en términos de relación social antes que como constructo simbólico– representan ya un esfuerzo por pensar desde una antropología de las mujeres, cuestionando como inadmisible un planteo centrado en el estudio de la mujer como sujeto indiferenciado y homogéneo. Desde el marxismo, rebatieron esta supuesta universalidad, haciendo foco en las posiciones particulares y diferentes que asumen las mujeres en distintas sociedades en torno a la propiedad de los medios de producción, los procesos y los productos del trabajo, postulando la existencia de sociedades igualitarias, y tachando de etnocéntricas las estimaciones negativas endilgadas a lo doméstico, en un esfuerzo por poner en tensión la dicotomía público/doméstico. Karen Sacks analiza, de esta manera, la organización de las sociedades en torno a la propiedad de los medios de producción, poniendo de relieve el grado variable de acceso a los mismos que las mujeres tienen en cada sociedad y en cada momento de sus vidas. Asimismo, Sacks rechaza la noción de la maternidad como fundamento de la universalidad de la subordinación, señalando que dichas argumentaciones constituyen meras proyecciones occidentales. Eleanor Leacock , en tanto, impugna las dicotomías propias de una lectura universalista tildándolas de ahistóricas y etnocéntricas, y señala que éstas soslayan la consideración de la penetración capitalista en las sociedades tradicionalmente consideradas como primitivas. Leacock califica de simplistas a las visiones que se basan en la postulación de la universalidad de la díada doméstico/público, y propugna –en consonancia con los planteos de Engels– que la subordinación femenina se halla enraizada en el desarrollo de la propiedad privada de los medios de producción. A partir de dicha concepción, Leacock afirma que en las sociedades pre-clasistas hombres y mujeres gozan del mismo status. En suma, la autora centra la desigualdad en el seno de la relación que hombres y mujeres mantienen entre sí, en cada sociedad histórica, en cuanto al acceso a la propiedad de los medios de producción y a los productos del trabajo.
Henrietta Moore, tras analizar algunos de los lineamientos enunciados más arriba, advierte que actualmente existe un acuerdo al interior del pensamiento feminista que impide pensar las valoraciones culturales de las que gozan hombres y mujeres en la sociedad desvinculándolas de las relaciones sociales de producción. Estas vinculaciones, huelga decir, no se registran de modo unidireccional sino que se trata, antes bien, de considerar las mutuas implicancias entre ambos niveles (para expresarlo en el lenguaje más propio del marxismo vulgar, entre base y superestructura). En este sentido, afirma que «las ideas relacionadas con los hombres y las mujeres no son plenamente independientes de las relaciones económicas de producción ni derivan directamente de ellas» (1991: 51). De este modo, entonces, se busca comprender las percepciones culturales ligadas al género sin desenlazarlas de las prácticas sociales que les dan sustento, añadiendo la dimensión material al análisis, teniendo en cuenta que las percepciones socialmente atadas al género no constituyen simplemente estereotipos psicológicos, sino que implican necesariamente consecuencias en el terreno de la praxis social, en la medida en que contribuyen a la reproducción de las condiciones socioeconómicas dentro de las cuales se generan.

El género como estructura simbólica-material encarnada en relaciones sociales:

Es entonces al calor del debate que se suscita en relación al origen de la desigualdad y a su extensión que se plantea toda una batería de concepciones que piensan las determinaciones de la subordinación desde diferentes paradigmas, explorando las relaciones que pueden trazarse entre la opresión de las mujeres y el sistema capitalista. Podemos, en este sentido, echar mano a los aportes de Gayle Rubin quien, desde una perspectiva que abreva en el marxismo no ortodoxo, por un lado, y desde una lectura lacaniana, por el otro–exégesis de las obras de Engels, Freud y Lévi-Strauss mediante–, acuña el concepto de sistema de sexo/género para denominar las disposiciones por las cuales una sociedad convierte la sexualidad biológica en una actividad eminentemente humana/social, situando, de este modo, las causas de la opresión de la mujer en el nivel de las relaciones sociales. Tras criticar al marxismo ortodoxo por su fracaso en conceptualizar la opresión sexual, debido a su olvido del sexo, y al feminismo marxista por su supuesta ineficacia explicativa de la génesis de tal opresión , Rubin plantea que el capitalismo reorganizó ideas –morales e históricas– del hombre y de la mujer que le son anteriores, y que tales ideas gozan de una autonomía relativa respecto de los sistemas económicos. Rubin cuestiona los conceptos de modo de reproducción y patriarcado, a los cuales les contrapone su consabido sistema de sexo/género. El primero peca de reduccionista, y no contempla los momentos reproductivos propios de cualquier sistema productivo; el segundo peca de abstracto, al subsumir en un mismo término la sexualidad humana como capacidad y los modos empíricamente opresivos en que se ha organizado tal capacidad. El concepto de sistema de sexo/género, por su parte, permitiría reconocer la base cultural y psicológica –no sólo económica– del sexismo, observable empíricamente a través de los sistemas de parentesco. Los aportes del psicoanálisis y de Lévi-Strauss coadyuvan a aislar el sistema sexo/género del modo de producción, ponen en evidencia la presencia del sexismo endémico al interior de los sistemas de parentesco y en la constitución de la subjetividad de género, todo lo cual le permite a Rubin el planteo de un programa de acción política que apunte a la reorganización del sistema de sexo/género, con el objetivo de revolucionar el parentesco y así liberarse de las constricciones impuestas por el género.

Dominación patriarcal y dominación capitalista:

Los postulados de Rubin recorren la misma senda que transita el debate en relación al vínculo que liga feminismo y marxismo, y, derivadamente, a patriarcado y capitalismo. Heidi Hartmann propugna la combinación entre ambos análisis como modo de subsanar, por un lado, la ceguera del marxismo respecto de la opresión sexual, y por el otro la ceguera feminista en cuanto a la historia y la estructura material. Hartmann rescata el concepto de patriarcado del feminismo radical , redefiniéndolo como el conjunto de relaciones sociales de dominación masculina de las mujeres, basado materialmente –y no sólo ideológicamente– en el control que los hombres ejercen sobre la fuerza de trabajo de las mujeres. Denomina patriarcado al sistema de sexo/género imperante, retomando las disquisiciones teóricas de Rubin, pero su análisis no se detiene allí, sino que prosigue trazando históricamente las imbricaciones entre patriarcado y capitalismo, no sólo en su dimensión material, sino también en su aspecto ideológico, concluyendo que las relaciones patriarcales de opresión constituyen un soporte fundamental de la opresión capitalista. Estamos, pues, frente a dos sistemas diferenciables de opresión que, si bien surgen históricamente de manera independiente y conservan lógicas estructurales relativamente autónomas, terminan entrelazándose entre sí.
Frente a semejante planteamiento –esto es, frente a la teoría de los sistemas duales – la propuesta de Iris Young parte de nombrar como patriarcado capitalista al actual sistema de dominación, enfatizando la idea de que no resulta fructífero mantener la distinción entre sistema patriarcal y sistema capitalista. Si bien admite, junto con Hartmann, la existencia de opresión femenina previa al capitalismo, considera que la transformación que esta opresión ha sufrido a lo largo del tiempo evidencia que la misma no puede ser concebida como una estructura de relaciones sociales independiente del sistema capitalista. En este sentido, argumenta que «las relaciones patriarcales están ligadas internamente a las relaciones de producción en su conjunto» (1981: 44) , y propone la categoría de división del trabajo por género –como categoría concreta, es decir, históricamente determinada–, por sobre la categoría de clase –a la cual le atribuye desconocer el género y ser operativamente abstracta– y, a su vez, por sobre la teoría del sistema dual, como una herramienta ineludible a la hora de analizar las relaciones sociales.

Discursos normalizadores: deconstruyendo cautiverios

Las ideas desarrolladas en lo que precede no constituyen más que una muestra del debate clásico que atravesó –y continúa atravesando– tanto al/los feminismo/s como a algunas miradas de la Antropología. Si bien ninguna de estas cuestiones está zanjada –en el sentido de que continúa discutiéndose en torno a los alcances y límites de semejantes reflexiones–, cabe puntualizar que no sólo nos hallamos frente a una multiplicidad de posturas teórico-conceptuales, sino que los propios usos (obviamente políticos) de estas categorías están en cuestión. Junto con Moore podemos mencionar, por caso, que cuando se habla de las relaciones entre los sexos se da por supuesta una división absoluta, binaria y de oposición entre ellos, y que esta división se monta sobre las condiciones materiales del capitalismo, caracterizado por escindir el ámbito de la reproducción del de la producción, lo privado de lo público, la naturaleza de la cultura, lo doméstico de lo político, etc. Algo similar ocurre con el concepto de género y sus derivados (relaciones de género, identidad de género, entre otros), que encorseta los flujos variables y cambiantes de las relaciones sociales. El poder normalizador que termina adquiriendo el concepto de género cristaliza las relaciones sociales, contribuye al fortalecimiento de nociones estáticas acerca de lo femenino y lo masculino y vela el fenómeno de la heterosexualidad obligatoria como mandato hegemónico y universal .
En la práctica etnográfica esto se expresa yendo a buscar al campo –a la sociedad que se trate– las categorías previamente diseñadas en el seno de la sociedad de origen del/la antropólogo/a, sin cuestionar la pertinencia, o no, de dichas categorías. Autoras como Marilyn Strathern –basándose en años de trabajo de campo realizado en Melanesia con los Papúas de las tierras altas de Nueva Guinea– se preguntan, directamente, si resulta válido hablar de un antagonismo masculino/femenino en toda sociedad. Problematiza, al mismo tiempo, la idea de que exista la identidad de género –y sus atributos– como fenómeno propio de la humanidad en general, poniendo sobre el tapete la discusión metodológica que implica la proyección universal de categorías de origen occidental. A partir del análisis de uno de los rituales de los Papúas, el ritual de las flautas sagradas, Strathern llega a la conclusión de que, en realidad, ese ritual no acentuaba el dominio de lo masculino, sino que representaba una relación de ambigüedad entre los sexos, donde en ciertos momentos predominaba uno mientras que en otros predominaba el otro. Esta ambigüedad –expresada en el movimiento del ritual, que iba marcando diferentes roles– develaba una relación mucho más compleja, que era ininteligible a través del concepto de identidad de género, que se presentaba en esta sociedad como una herramienta rígida e infértil. En claro contraste, lo femenino y lo masculino aparecen en nuestra sociedad como cristalizaciones, a partir de las cuales se funda un dispositivo que influye en la demarcación de roles entre los géneros. En otras sociedades esto no necesariamente funcione así; ¿en toda sociedad existe una identidad de género, como forma de reconocimiento frente al otro?, ¿es posible universalizar los atributos femeninos y masculinos? La maternidad constituye otro caso para repensar en torno de estos dilemas. Una lectura posible indicaría que mientras que en nuestra sociedad las mujeres producen hijos/as –en el sentido capitalista de producir «cosas»–, en algunas comunidades melanesias el fenómeno de la maternidad dista de asemejarse a esto: no hay una producción de hijos en este sentido; desde la gestación, los/as niños/as no son percibidos como propiedad de la madre. Podríamos apuntar que en toda sociedad los/as niños/as nacen en el seno de relaciones sociales previas, pero lo que nos interesa destacar es que en estas comunidades no-occidentales la madre no cumple un rol equiparable al que cumple en Occidente: existe una red de relaciones sociales que tiene a cargo el cuidado de los/as niños. De este modo, el rol de madre no tiene la misma entidad que en Occidente; la mujer no ocupa ese lugar central en la reproducción . Algo similar ocurre entre los trobriandeses de Melanesia, pero en relación al rol del padre, más específicamente al origen de la paternidad y a su función social. En estas comunidades no aparece asociada la concepción al acto sexual; para los trobriandeses, la madre es fecundada por los espíritus de su propio linaje (matrilineal) y la función del «esposo» –es decir, del futuro padre– en el acto sexual es la de brindar el semen que servirá de alimento al futuro niño/a. A partir de esta cosmovisión se concibe la relación sexual sólo como un medio para alimentar al niño/a, apareciendo el hombre/padre como nutridor, como quien aporta el semen que se trasformará en leche materna. En contraposición a lo que sostiene Bronislaw Malinowski y siguiendo con la crítica que le realiza Strathern , entre los habitantes del noroeste melanesio no hay un desconocimiento sobre el origen de la paternidad, sino que existe un concepto de paternidad diferente (y casi opuesto) al de nuestra sociedad. Mientras que en Occidente la relación entre padre e hijo/a es biológica, genética, entre los melanesios del noroeste el vínculo es somático, es decir que el padre es responsable de la apariencia externa de su hijo/a.
Tenemos, entonces, que uno de los aportes de la antropología feminista consiste en propugnar que fenómenos como la heterosexualidad obligatoria, las ideas hegemónicas acerca de la familia, los mandatos que regulan los roles de género, y todos los etcéteras concebibles, no son universalizables así, sin más. A partir de la crítica interna de la antropología feminista, concebida en términos de discurso científico que contribuye al proceso de normalización, resulta posible analizar estos usos conceptuales que distan de ser neutrales.

Y entonces, ¿cómo y desde dónde pensar la acción política contra la dominación masculina?: serie mujer y mujeres como grupo social

Habiendo deconstruido categorías tales como género, patriarcado, mujer y mujeres, es menester replantearse la cuestión de a qué sujetos/as se está haciendo referencia cuando se propone salir de los diversos cautiverios que configuran la opresión femenina.
Iris Young vuelve al ruedo para plantear que las mujeres constituyen lo que llama un grupo social. Un grupo social es una colectividad de personas que se identifican entre sí al tiempo que se diferencian de otro/s grupo/s en virtud de prácticas, formas culturales o estilos de vida. En tanto que emergente de relaciones sociales, un grupo sólo puede existir en su interacción con otros grupos. Siguiendo esta caracterización podemos decir, junto con Young, que «La división sexual del trabajo, por ejemplo, ha creado grupos sociales de mujeres y de hombres en todas las sociedades conocidas» (1990: 43). Es decir que las mujeres constituyen un grupo social. Partiendo de la crítica al individualismo metodológico liberal que concibe a los sujetos como preexistentes a lo social, Young sostiene –de modo similar al marxismo y al post-estructuralismo– que el ser es producto de relaciones sociales, y no su origen. Los miembros de un grupo social, en este marco, comparten más que una sumatoria de atributos: tienen en común un sentido de identidad. Los grupos sociales, entonces, «no son entidades que existan aparte de los individuos, pero tampoco son clasificaciones de individuos meramente arbitrarias de acuerdo a atributos que son externos o accidentales respecto de sus identidades» (: 44). Los significados que comparte un grupo dado contribuyen a forjar las identidades de las personas. Cabe clarar, empero, que dichos significados no son producto de la creación libre de los sujetos, sino que, más bien, obedecen a una transacción compleja entre imposición y creación. De este modo, los grupos son formas de relaciones sociales.
Pensar a las mujeres como grupo social oprimido nos permite entender de qué modos los movimientos de mujeres toman un status social concebido como diferente –la sexualidad– en términos de identidad grupal positiva, condición necesaria para dar el salto a la movilización política. Young habilita una lectura no esencialista de la cuestión de las identidades, al tiempo que concibe los grupos de una manera fluida y relacional antes que determinista y estática. Al no adquirir los grupos esencias ontológicas, ni estar conformados en base a atributos naturales que les son enteramente previos (maternidad, características fisiológicas y anatómicas, etc.), es posible pensar su cualidad no homogénea, y considerar los procesos de diferenciación interna relacionados con las diferenciaciones propias de la sociedad mayor en la cual surgen: de allí que las personas sean susceptibles de compartir múltiples identificaciones grupales. La idea de individuo (en términos de substancia coherente y encerrada en sí misma) pierde en este marco todo sentido; la idea de mujeres como categoría totalizadora, omnicomprensiva, homogeneizante, universalizable e idéntica a sí misma –independientemente de las relaciones sociales que la configuran–, también. En otro de sus artículos, Young reacciona frente a los argumentos teoricistas que caracterizaron tradicionalmente a la antropología feminista –tales como aquellos que erigen un sujeto feminista normativo–, tildándolos, sin mayores ceremonias, de paralizantes. Como contrapropuesta, Young señala la necesidad de orientar pragmáticamente el discurso intelectual producido desde el feminismo, atendiendo a problemáticas políticas y prácticas específicas, y es en esta clave que debe ser leído el imperativo de conceptualizar a las mujeres como grupo. Fundamenta esta importancia en la oposición –políticamente inesquivable– al paradigma del individualismo liberal, a partir del cual se oculta la opresión en su carácter institucional, sistemático y estructural, bajo el ideal mistificador que nos habla de individualidades que se relacionan libremente en el vacío. Otro elemento fundamenta la necesidad de conceptualizar a las mujeres en términos de colectivo social: sólo apelando a un sujeto mujer/es estructural es que el feminismo reconoce un sustento y un sentido; allí radica su especificidad. Quedan sin responder, entonces, las preguntas acerca de cuáles son las condiciones que, independientemente de la política feminista autoconsciente, permiten hablar de mujeres como grupo oprimido. Para saldar esta dificultad, Young recurre a la noción sartreana de serialidad: concebir el género como serialidad implica pensar un paso previo a la constitución del feminismo como grupo. Retomando sus propios razonamientos acerca de qué es un grupo social, y conjugándolos con los planteos de Sartre, Young sintetiza que un grupo es un conjunto de personas auto-identificado en función de un proyecto común. En función de este punto de partida, y en pos de indagar en torno al origen de los grupos, resulta fructífero el concepto de serie. Una serie se distingue de un grupo merced a un conjunto de características: se trata de un colectivo social cuyos miembros se encuentran unidos en virtud de una realidad práctico-inerte (efectos materializados de la acción humana que, al estar estructurados, se erigen a su vez como restricciones a la acción creadora humana ); los individuos de una serie no se identifican entre sí, sino que son seres anónimos agrupables pasivamente solamente en función de sus propios fines individuales y en relación a dicha realidad práctico-inerte. Vemos, entonces, que semejante concepción de grupo serial se condice de punta a punta con el concepto de clase en sí –a diferencia de la clase para sí– presente en las propuestas marxianas. Entonces, la serialidad designa un nivel de la vida social y de la acción, el nivel del hábito y la reproducción irreflexiva de las estructuras sociales históricas presentes. En suma, se trata de recuperar la noción de mujer como estructura estructurante. Es sólo en base a la serie que emergen grupos sociales de mujeres, como producto de un posicionamiento que busca subvertir las condiciones de la realidad práctico-inerte imperante, que se erige y es vivida por los sujetos, la mayor parte del tiempo, como naturalidad inmodificable . Young sostiene que pensar las mujeres en términos de serialidad permite dar cuenta de una unidad social que comparte condicionamientos comunes –que forman parte de la historia previa materializada en discursos y prácticas que constriñen las posibilidades de acción de los sujetos–, al tiempo que evita conceptualizar a las mujeres como colectivo único. Asimismo, añadir a la discusión la consideración de las realidades práctico-inertes que definen la serie mujer, habilita una mirada que es capaz de analizar los limitantes de la acción, pero sin por ello perder de vista que la acción no se encuentra enteramente determinada por ellos. De este modo, se logra una lectura compleja que no soslaya la consideración de la dinámica propia de cualquier proceso entre estructura y sujeto; en términos de Young: «la acción se sitúa sobre una base de existencia serializada, lo que significa que está restringida pero no de forma general ni determinada .»
Tenemos, entonces, que la estructura de género designa no un conjunto de atributos individuales, sino necesidades práctico-inertes que configuran las posibilidades materiales de acción dentro de las cuales se desenvuelven los grupos sociales. Por otra parte, la cuestión de la identidad es aquí conceptualizada no como mero producto directo de la serialidad: resulta preciso partir de la identificación de ciertas relaciones estructurales que condicionan la existencia de las mujeres, sin por ello desplegar mecánicamente extrapolaciones al nivel de la identidad –ya sea una identidad entendida como auto-adscripción o en el sentido psicológico del término–, entendiendo que dichas estructuras gozan de una amplia variabilidad en distintos contextos socio-históricos. Pensar el feminismo a través de la distinción entre serie y grupo permite comprender cómo los grupos de mujeres representan siempre una parcialidad de la serie, evitando caer en las garras de cualquier totalización homogeneizante. El feminismo es, por ende, reconceptualizado atendiendo a la evidencia de que no existe uno, sino varios feminismos: mujeres agrupadas en diversos colectivos en pos de la transformación de las estructuras que las serializan en tanto que mujeres. Pensar el cautiverio o, mejor dicho, los cautiverios, nos permite delimitar las características de nuestras realidades práctico-inertes, y las condiciones a través de las cuales se reproducen, de manera tal de poder reestructurarlas activamente. El desafío es, entonces, des-serializarnos: salir del cautiverio de la serie.

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